Los chinos chiapanecos de Polanco, El Heraldo de Chiapas, 2 de junio de 2016. JULIO DOMINGUEZ BALBOA.
Julio
Domínguez Balboa.
La vida me ha dado la oportunidad de conocer a personas acostumbradas a ciertos lujos, y gustoso he disfrutado de sus invitaciones a disfrutar de sus manjares, de sus albercas, de sus mansiones, de sus fiestas y, en fin, de su compañía. Sin embargo, una de las experiencias más gratas que he tenido con la gente rica, ha sido la de convivir con una familia de origen chiapaneco, radicada en el Distrito Federal, que para mi gusto sabían lo que era el placer de vivir bien. El padre, un abogado nacido en Tapachula, era hijo del segundo frente de un chino, por lo que nunca quiso regresar a su tierra después de haber recibido su título de jurista en la UNAM, en donde llegó a ser uno de esos profesores a los que se les llama "vacas sagradas" por la autoridad que ejercen en sus materias y por la cantidad de libros que publican. Tenía un despacho muy importante en Paseo de las Palmas, con clientes cautivos que le pagaban mensualmente "igualas" millonarias. La esposa del abogado también era hija de inmigrantes chinos radicados en Tapachula. Su matrimonio había sido "concertado" desde la Costa Chiapaneca, y conoció a su marido el día mismo en el que éste fue a recibirla a la estación de ferrocarriles de Buenavista, en la Ciudad de México. El abogado tenía el mismo gesto adusto que todos los chinos suelen tener. Siempre vestido de traje oscuro, camisa blanca y corbata color vino. Sus zapatos eran siempre negros y de agujetas. Era un hombre de pocas palabras, pero que sabía hacer bien su trabajo y, sobre todo, conocía a la perfección el arte de hacer dinero. La señora no tardó mucho en perder su aire de china provinciana. Aunque dio a luz a su primer hijo nueve meses exactos después de su boda, y al segundo, año y medio después, jamás descuidó su figura, y siempre estaba elegantemente vestida, peinada y maquillada. Era el orgullo y adoración de su marido y ella lo sabía, por lo que aprovechaba para gastar todo el dinero que quisiera en ropa, joyas, pieles, cosméticos y hasta clases de idiomas. Quería ser una auténtica dama y lo era. El abogado, su esposa y sus hijos, vivían en una casa preciosa ubicada en la mejor zona de Polanco, alejada de los centros comerciales y de los edificios de lujo apiñados de judíos. Como todas las del vecindario, la residencia era de estilo "colonial californiano", rebosante de tejas, vitrales, canteras labradas, hierros forjados y un jardín hermoso. El abogado la había comprado a un precio irrisorio en un remate y la había hecho remodelar. Se invirtió tanto dinero en el remozamiento de la mansión, que el señor licenciado hizo traer un domo de cristales emplomados desde Tiffany's & Co. de Nueva York, como si se tratara del Palacio de Bellas Artes o del Gran Hotel de la Ciudad de México, con sus respectivas distancias, obviamente. Sin embargo, aquella joya de la decoración "vintage" le daba un aire espectacular a la casa, pues iluminaba bellamente la sala valiéndose de la luz natural. Todos los muebles de la casa habían sido comprados en tiendas de antigüedades, escogidos personalmente por decoradores de "López Morton", para que armonizaran con el estilo original de la construcción. A ningún miembro de la familia se le permitió opinar ni interferir con sus gustos personales en el trabajo de aquel grupo de especialistas del diseño. Las paredes estaban tapizadas con telas finas coordinadas con las cortinas, con los muebles y las alfombras. En el colmo del capricho, hasta las tapas de los apagadores de luz estaban forradas con la misma tela. La biblioteca era un templo al saber jurídico. Había anaqueles de caoba en todos los muros, en los que se apilaban colecciones y colecciones de obras de los grandes maestros de la jurisprudencia, encuadernadas en piel y con el aspecto de ser el receptáculo de nociones que uno ni siquiera se imaginaría. Todos, absolutamente todos los cristales de las ventanas y de los canceles de la casa estaban biselados. De hecho, los interiores tenían grabado un monograma precioso con las iniciales del abogado, muy al estilo porfiriano ¿o alemanista? Los jardines recibían atención periódica de los artesanos de "Matzumoto", la tienda especializada en arreglos florales estilo oriental. Cada planta, cada roca y cada espejo de agua tenían una razón para estar en su sitio y nadie podía tocarlos. Por eso, en esa casa estaban prohibidas las mascotas. Aunque en Chiapas nadie los recordaba, el abogado y su familia eran muy apreciados por la sociedad metropolitana. El licenciado era respetado por su prestigio profesional; su esposa por su belleza exótica y por su estilo elegante; y los hijos tenían carros tan bonitos, que nadie se fijaba en que tenían los ojos rasgados, los pelos parados y estaban rete cabezones. Aquella vida de ensueño, que por las noches se reflejaba en los prismas de una enorme lámpara de cristales franceses que pendía del domo de Tiffany's, se fue al traste cuando al señor abogado, más que lo chino, le salió lo chiapaneco. Se enredó con una alumna estilo "clase media arribista" de la facultad de leyes, treinta años menor que él, le hizo un hijo, se divorció de la china-tapachulteca, y se fue a vivir a una mega residencia del Pedregal de San Ángel, que también reconstruyó a todo lujo. La casa de Polanco fue vendida, la china-chiapaneca se cambió a un penthouse de un edificio de Bosques de las Lomas para estar más cerca de sus amistades; y los dos hijos se casaron con sendas rubias que habían conocido en el colegio Alemán. Desde entonces, no he vuelto a saber nada de ellos.
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